Y así, hace dos días, llegué a casa con mi hija de 14 años y nada más llegar, me paro en la entrada para dejar el bolso y algo más; mi hija sigue hacia delante, seguro que se fue al baño, a recomponerse, y sin moverme del sito le suelto a mi hija alzando la voz con un tono de sorpresa "¡Te puedes creer que no sé dónde he metido las llaves!". A lo que ella, desde el fondo de mi pequeño piso, me responde con cierto retintín "De hecho, sí".
Y se me cae la casa encima, mi autoestima, mis neuronas que no me avisaron que no debía señalar ese "te puedes creer" y me empiezo reír de mí misma como si no hubiera un mañana. Bendita adolescencia.