lunes, 22 de abril de 2024

CUANDO TE DAS CUENTA QUE TE HAS QUEDADO ATRÁS

Las malas mujeres no se dan cuenta que se han quedado atrás hasta que va llegando la nueva generación y entonces…
Lo que pasa entonces es que te sientes como un pulpo en un garaje. Vi que me hija de 14 años se compraba con su dinero lo que se llamaba antes rímel y ahora máscara de pestañas u otra cosa parecida o directamente la marca y sin nombre, adivina tú. 
Me metí en un centro comercial a comprar una crema cualquiera para mi cara, me era indiferente. Y pensé, si me meto en una tienda de esas cadenas de cosméticos y mato dos pájaros de un tiro y le compro a ella uno… Estaba bien pensando; lo que no tenía en mente es que no estaba yo a la altura de las circunstancias. 
De aquellos años en que un día me puse rímel a estos días la cosa ha cambiado una barbaridad. La tienda me daba vueltas; era incapaz de entre todos aquellos utensilios, la mayoría parecían bolígrafos, otros, no sabría decir para qué podían servir, estipular cuál podía ser la máscara de pestañas (actualizando su condición). 
Era un reto incapaz de cumplir, pero no quería rendirme. Total, que después de coger la crema más adecuada a mis expectativas, es decir, cualquiera sin marca ni condición, me dediqué a ver si en algún lugar ponía algo que me diera una pista. Mirando unos expositores veo que una hija le está recomendando a su madre algo; veo que la madre rondará unos años más que yo; así me lo pareció, que una no se da cuenta de su edad. Le pregunto sobre el rímel y me dice que depende de la marca que pregunte a los chicos y chicas de por ahí. 

Voy a preguntar a un chico; éste, viéndome como un bicho raro que no sabe ni lo que es una máscara de pestañas, me manda al principio de la tienda donde hay expositores de oferta. Al ponerme delante de ellos no tengo ni idea de qué es cada cosa porque los nombres no me explican nada. 
Pregunto a una chica de la tienda que está por ahí. Y, viéndome como una persona totalmente perdida en la inmensidad del cosmos o la cosmética, me lleva a un expositor donde me indica que qué quiero que haga la máscara. Como no sabía que podían hacer cosas y poner cara de póker, me insiste en el qué quiero, y le digo "es para mi hija"; ahí, la chica pilla la cosa, me indica unos recipientes y, de repente, aparece la señora que estaba con su hija y viene a rescatarme. Me comenta que ella usa uno de esos con un nombre que no recuerdo, pero que requieren algo especial para limpiarlo y me explica que el que ha cogido la chica de la tienda para enseñarme no lo necesita, que esos son buenos. 
Ahí es cuando me decido y acabo mi incursión en la cosmética actual. La próxima voy con mi hija y me quito de complicaciones. 
Esta madre tiene todavía un rímel del año la polca en su neceser, caducado hace décadas; lo utilicé en ciertas ocasiones y luego vi que era un incordio sacarse eso de las pestañas y pasé del tema. Pero el rímel sigue allí, vestigio del pasado para recordarme que la cosmética no es lo mío. Para colmo iba yo con mallas negras, camiseta negra, deportivas sin marca y sin un gramo de cosmética en mi cara; qué se puede esperar.

domingo, 24 de septiembre de 2023

MI PERRO Y YO ¿SOMOS MACHISTAS?

 Casi siempre me lo pregunto. Mi perro y yo siempre andamos juntos desde que acabó en mis brazos por azar. Viene y va conmigo de Madrid a Tudela y viceversa. Somos una piña.

Mi perro es algo especial: es chucho, sin marca, como me gusta decir; nacido de su padre y de su madre como tantas generaciones de perros de mezcla surgidos de asuntillos inesperados. Pero las cosas cambian que es una barbaridad.

Mi perro y yo estamos anticuados, caducos, desfasados, carrozas, en extinción. El tiene carácter; tiene un olfato inusual, una capacidad natural y extraordinaria para detectar determinadas cosas, incluidas enfermedades. Pero, hay un pero, tiene dos huevos, no soporta a los perros y le gustan las perras una barbaridad.

Mi perro no está capado porque esa maldita raza no tiene visos de seguir adelante, puesto que a nadie importa.

Tiene la habilidad de mirar a los machos de su especie y quedarse anonadado y con cara de circunstancia cuando los ve jugar. Los mira y parece preguntarse qué puñetas están haciendo; su ladrido, su mirada puede hacer detonar la discusión entre machos que están jugando. Tampoco soporta a los perros que están siempre persiguiendo la pelotita por la calle; él lo hace en casa; la calle, para él, es otra cosa: es territorio para competencia. Ahí es donde marca su diferencia. Le gustan las hembras más que un tonto una tiza y, cuando las huele, parece el pobre Pepe L'amour (la mofeta que pocos recordaran por ser descartada por la corriente actual).

Sí, mi perro quiere chingar, procrear, meterla, irse del mundo con descendencia. Es un macho con dos huevos.

Por mi parte, le comprendo, aunque no le dejo: La ley es la ley aunque esté lejos de la condición natural animal.

Luego está el otro problema; la dueña. Se le va la lengua detrás de su actitud de macho y suele exclamar, verbalizando, comentarios del tipo: "mira que chochito más rico" "no hay forma de pillar cacho" "las estás aliviando con la lengua y luego tú en ascuas" "esa perra quiere un meneo" y cosas por el estilo que un día me va a dar un disgusto.

Pero es que no hago más que acordarme de mi anterior perro, Chiffon, que llegó a mí ya viejo. Era un yorkshire de pura raza, bellísimo, al que le dejaban lamer todos los chochitos.

Y entonces me digo: vale, mi perro y yo somos, según parece, machistas, pero los demás son clasistas y discriminatorios. No sé qué es peor. En realidad, me la suda.

Mi pobre perro no va a chingar y se irá del mundo sin cumplir la misión que le puso en él, sencillamente porque aquí pagan justos por pecadores. Aunque, eso ya lo sabemos quienes lidiamos con esta maldita administración.

domingo, 2 de mayo de 2021

ACORDARSE Y DESPISTARSE, TODO ES UNO

 Como ya me conocen, es habitual en mi no saber qué fue antes. Me refiero no al huevo y la gallina, sino al pan rayado, la harina y el huevo. Me lío bastante y siempre tengo que preguntar, por ejemplo, cuando me pongo a empanar algo. Suelo resolverlo llamando a mi cocinilla particular. Antes lo preguntaba a las colegas de wasap, pero había que esperar y siempre me pilla  metida con las manos en la masa.

A lo que iba. El sábado por la tarde, estando con mi colega, la Itzi, le dije que iba a empanar unas pechugas rellenas. Y, como ya me conoce, me estuvo diciendo todo el rato: el huevo, el huevo, primero el huevo. Me explicó que su forma de recordarlo era, por simple lógica: primero el huevo hace que se pegue el pan y el pan, por otro, aguanta más que la harina que es muy fina.

La cuestión es que, al día siguiente, estaba ya con las manos en la masa y me acordé perfectamente del huevo. Y así lo hice primero el huevo, después el pan rayado, primero el huevo, después el pan rayado. De repente, un instante, un suspiro, un segundo y me encuentro con una pechuga dentro del pan rayado que no tenía huevo ¿O lo tenía? ¡Dios no o sé! Y yo allí, he metido el huevo o no lo he metido, y allí que me lie a meter huevo y pan rayado y dar vueltas a las cosas, sin acordarme de qué había hecho un segundo antes. Las últimas pechugas han salido mareadas de tanto ir de un plato a otro.

Al final, salieron bien. Mi cocinilla dice que tengo suerte porque nadie es más torpe en la cocina. La cocina no es para mí, sobre todo, cuando reflexioné sobre  la lógica que maneja mi cerebro: lo primero para mí es dejar todo preparado para hacerlo al momento, lo que da lugar a que el pan rayado sea lo primero, y segundo, aquello que suponga menos engorro, pringue y ensucie. Todo en contra de lo que es la auténtica cocina. Por eso mi ídolo es el microondas.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

NO QUIERO QUITARTE LA ILUSIÓN

 La Navidad, lo he dicho muchas veces, no es una época especial para mí porque considero que se establecen demasiadas expectativas e ilusiones que no veo que se cumplan.
Siempre me ha parecido un artificio, salvo desde hace 17 años, cuando empecé a disfrutar preparando regalos para mis hijos, rebanándome los sesos en ingenierías diversas para esconder juguetes en un piso pequeño; con las idas y venidas de madrugada para colocarlos y los madrugones posteriores para abrirlos.
Pero crecen y se va acabando de la forma más hermosa: cuando le preguntas a tu hija si es conocedora de quién es Papá Noel o los Reyes y te dice que sí, añadiendo pero no te lo quería decir para no quitarte la ilusión”

lunes, 7 de diciembre de 2020

QUIERO SENTIR Y CRECER

Como dijo Blaise Pascal “el corazón tienes razones que la razón no entiende”. Unamuno también se debatía entre esa dicotomía. Era y es el sentimiento trágico de la vida. Y asumirlo es difícil, aunque necesario. No nos queda otra.

Cuando tienes unas ideas basadas en la libertad, en ampliar horizontes, experimentar sin importad la edad, el momento o los condicionamientos sociales y crees en el continuo crecimiento personal, te encuentras de bruces con ese sentimiento.

Yo me he topado con él. Después de 13 años trabajando en Medio Ambiente en Navarra, sin posibilidad de ascender (gracias al funcionamiento de la Administración del Estado, pero eso es otra historia), me he marchado a mi adorado Madrid de mis tiempos de estudiante.

He abandonado una situación estable en Tudela, a mis hijos, a dos personas que dependen de mí y unas amistades que no olvido.

Y aunque estoy convencida de que tenía que hacerlo por mi, tras 15 años de cuidadora de unos y otros, mi corazón no deja de pensar en qué será de ellos, en cómo podré atenderles en momentos dados.

Sé que mis hijos aprenderán, con mi actitud y mis hechos, que nunca hay que rendirse, que hay que conquistar nuevas metas, nuevos conocimientos, aun cuando vayas a por los 52 años y la mayoría de la gente ya no quiera cambiar de entorno.

Pero la angustia pesa dentro, el temor a que te necesiten, la sensación de abandonar a las personas cuando, quizás, te necesiten.

Es entonces cuando piensas que esto era necesario en este blog de mala mujer. Pues son muchos los hombres que han tenido que sufrir lo mismo: saliendo como camioneros internacionales, en la pesca de altura durante meses o, simplemente, no teniendo la custodia compartida.

Creo que, por ello, ahora, mujeres y hombres juntos debemos luchar por los derechos de quienes dejamos; para que seamos iguales.

Ni la mujer ni el hombre  tienen por qué estar atados a la familia, pero los sentimientos van por otro camino. A esos no se les puede parar con ideas y razones que no entienden. En realidad me siento bien por ello, porque así me veo más humana, demasiado humana para que sea la economía quién diga qué debo sentir.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

EL PLACER DE MANCHARSE

Las malas mujeres tienen costumbres extrañas a la hora de valorar su mercado laboral. Por ejemplo, me encuentro en el dilema de elegir una plaza en el CSIC o en Medio Ambiente. Y, claro, al valorarla, por delante se me aparece lo primero de todo estar encerrada entre cuatro paredes, en una oficina; por otra, y no menos importante, tener que vestirse adecuadamente.





Aquí la cosa es muy simple: comerte, en el descanso, un bocadillo de jamón con tomate o de queso con aceite y que chorree por abajo, te pongas toda la camiseta pringá de sustancia y no pase nada; te rías, te pongas a darle con pañuelo y aquello se extienda cada vez más y te rías otra vez. Pues eso, señores, eso no se paga, ese instante de placer  manchándose a gusto no tiene igual. Y en Medio Ambiente, en el campo, uno puede mancharse. Está permitido.

domingo, 23 de agosto de 2020

PERIPLO POR CONSULTAS EN TIEMPOS DE COVID O LA MADRE QUE LA PARIÓ 2

 Las malas mujeres no damos importancia a los dolores o problemas de los niños. Mi hija sabe muy bien que cuando le duele algo voy a decirle que es por crecimiento. Y así ocurrió que, hacia primeros de julio, empezó diciendo que tenía un dolor en el pecho y le costaba respirar. No la veía mal, de pequeña ya había tenido eso, problemas de respiración que le llevaron a usar ventolin. Decidí crecimiento. Se le pasó. Tuvo varios episodios más hasta que hace una semana me decidí a pedir una consulta. Ilusa. No cogían el teléfono en el centro de salud. Me fui allí. Me dijeron que no había pediatra, que fuera al otro centro que tenía urgencias. Pregunté si estaba abierto, dijeron que sí. Me voy allí y me dicen que nada, que allí no me atienden y en las urgencias de ese centro no hay pediatra, que al hospital. Pues para allá que me voy. Ninguna de las dos vamos con ganas. Pero ya puestas, vamos a probar y la verdad que nos lo pasamos genial.

Llegamos. Yo estaba algo despistada. En información, cerrada la administrativa a cal y canto, me preguntó qué le pasaba. Al decir algo de la respiración, ni me atendió. Yo allí diciendo que era algo que tenía desde pequeña, pero nada. Vino otra señorita, nos pasaron a una sala nueva, de pediatría (desconocida para mí, dado mi propensión al diagnóstico acelerado). Y allí, las dos encerradas entre cuatro paredes, empezamos a pensar en irnos. Pero mi hija me preguntó si no tenía claustrofobia, a lo que yo enseguida apunté que sí. Daba vueltas por la sala imaginando cosas, hasta que pasadas más de media hora, aparecieron en una pantalla de la sala unas letras Leo 11. Yo le digo, venga nos toca. Ella, precavida,”mamá que es para Leo de 11 años”. Y yo, “tú ves a alguien más aquí, venga vamos”. Salimos y como yo desconocía la nueva configuración de urgencias del hospital (no me gusta ir), me fui para la puerta donde se entra a las consultas generales. Claro allí que mi hija lee “acceso restringido” y se me planta y me dice “no entro, pone acceso restringido”, y yo “que entres que es por aquí” (al menos hace años así era). Consigo que entre con la consiguiente algarabía. Nos habían señalado la sala 2, pero la puerta de la sala estaba cerrada. Las dos allí mirándonos y mi hija “acceso restringido”. Menos mal que un celador vino en nuestra ayuda y nos preguntó qué buscábamos. Ahí fue lo mejor, porque fue mi hija quien, tomando las riendas de la situación, empezó a hablar señalando al celador que en la sala su madre se había empeñado en venir cuando habían llamado a Leo 11 y ella tenía 10 años y que su madre bla, bla, bla. 

Imagínense mi cara de niña pequeña oyendo a mi hija hablar con el celador sin posibilidad de meter baza. Lo intenté, pero el celador nos cortó con una pregunta “Y el papel?”. A lo que ambas respondimos con cara de asombro mirándonos “¿Qué papel?”. A ver, nos dijo, tenéis que tener un número que os dan en recepción. Nos volvimos a mirar. Pues no lo teníamos. Nos cogió, nos sacó fuera. Se dirigió a la señorita primera que nos había atendido con miedo, detrás de un grueso cristal y le dijo “Y el papel de estas señoritas”. Al final, sacó el papel que no nos había entregado. Ponía Le011. Nos dijo el celador que era el número asignado para siempre. Al final, nos llevó a la sala 2. Entramos y allí estaba el pediatra. Muy simpático, por cierto. No era nada. Cosa de usar un medicamento para rinitis alérgica (que la tiene). Cuando salimos nos indicó que saliésemos por otra puerta ¡Puñetas, la puerta daba al pasillo de la sala de espera donde estábamos! Pero, ¡cómo lo iba a saber si no vamos habitualmente a urgencias! Al final tenía razón mi hija, no era por allí, pero la aventura y las risas que nos echamos en el coche pensando en el celador escuchando a mi hija, mientras, yo, su madre, andaba con su típico despiste. Fue memorable.