Y el padre llegaba a casa después del trabajo. Mientras
metía la llave en la cerradura, la mujer ya se había encargado de recordar la
máxima y había adquirido la postura. Al atravesar la puerta, no había tiempo
para más, comenzaba la retahíla: “ya era hora, seguro que te has tomando una
cerveza con los amigotes y yo aquí aguantando a los niños. ¿Sabes lo que han
hecho? ¿Lo sabes? Pues te lo voy a decir porque no te enteras de nada”. Luego,
sin ni siquiera haber dado un paso hacia el salón, seguía: “A ver, qué vas a
hacer al respecto, porque algo tendrás que hacer, no voy a ser yo siempre la
mala ¿No vas a hacer nada? Te vas a quedar ahí como un pasmarote.
Y él miraba hacia el fondo del piso observando la cara
asustada de sus hijos, medio escondidos, aterrados ante lo que podía venir,
ante la amenaza que ,durante el día, había repetido la madre cansada.
Los hombres tenían que establecer un duro escarmiento sobre
algo de lo que no tenían ni puñetera idea. Lo único que habían estado deseando
durante la última hora era llegar a casa sentarse en el sofá, ver a sus hijos,
darles un abrazo; pero había que establecer un dominio sobre las criaturitas.
Y si la parienta se calentaba demasiado, algunos hombres se volvían
por donde habían venido, si tenían perro, se iban a pasearlo y, si no, a sacar
la basura. Mientras, al otro lado de la puerta, se podía oír: y ahora te vas y
me quedo otra vez; el día que me vaya yo, verás. A ver cómo os las arregláis sin mí. Anda
“a tomar por culo el perro y tú”