De todas formas, hay algo en el peinado que me espanta. Será
cosa del carácter y de que tampoco puedo hacer otra cosa. No me repartieron ni
oído, ni manos expertas en hacer manualidades. Y por eso mismo voy muy poco a la
peluquería, tienen la costumbre de cortarte el pelo muy igualadito, muy
arregladito y además dejarte peinada. ¿Y ahora qué hago yo? Me pregunto
acongojada, porque una no es peluquera y no sabe hacer lo que le acaban de
hacer. Y mira que les digo: a mi me lo cortas para no peinarme. Pues nada, al
final se empeñan en peinarme.
Así que he acabado cortándome, sobre todo cuando me cabreo,
un mechón aquí, otro por allá, todos desiguales, poco uniformes, un verdadero
horror para cualquier profesional de peluquería; pero para mí una delicia. No
tengo que darle al cepillo, ni al secador. Lo que me ahorro en luz y
peluquerías.
Mirarse al espejo por la mañana, recién levantada, y encontrarse
de cara con una imagen satisfecha de sí misma, capilarmente hablando, es de
agradecer. Es verdad que los demás me verán despeinada, pero yo me veo
estupendamente despeinada. Cuestión de miradas y perspectiva. Que ir adecuadamente despeinada también tiene su
arte.
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