Ayer llegué a casa dolorida después de trabajar y tras
haberme puesto chula con una enorme rama de un árbol en el agua; no tenía a
nadie que me diera un buen masaje en mi preciada espalda. Bueno estaban mis
hijos. Estuve dudando un momento, mejor dicho, un buen rato, porque en alguna
otra ocasión lo había necesitado y había echado mano de ellos. Recordaba cómo
había terminado, mal, muy mal: habían empezado por unos toquecitos en la
espalda, luego habían continuado con cosquillas, con los consiguientes
revolcones en la cama, pasando luego a puñetacitos varios, sentadas encima de
mi espalda y acabar de caballito con una niña de seis años encima de mi lomo
divirtiéndose de lo lindo en la espalda de mamá.
Uno así, de esos, necesito yo |
Pero, a pesar de esos pensamientos, lo volví a intentar; la
mujer también tropieza dos veces en la misma piedra. Pues bien, hoy estoy mucho
peor, después de recibir una ración similar, aunque en esta ocasión mi hija fue
más misericordiosa: no acabé haciendo de caballito, sino haciéndole caricias a
ella y masajitos suaves en su espalda.
Angelitos….Sí, seguro.
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