He triunfado al miedo. Son contradicciones de la vida. Hay
miedos que, al final, te hacen ser valiente. A falta de masajes, me han puesto
dos banderillas, una ayer y otra hoy. Para cualquiera esto es un hecho
insustancial, pero para mí ha sido una gran victoria frente a la fobia y al
miedo infantil. La vida te quita de un lado y te multiplica por otro. El caso
es que yo tenía un miedo atroz a las inyecciones en el trasero. De cara pueden
venirme, que les veo llegar, de hecho soy donante. Pero por atrás, como que no.
Un miedo procedente de mi infancia cuando Don Juan, un practicante con cara de
Franco, llegaba con sus agujas metidas en una caja de alcohol y sin miramiento
alguno te las, literalmente, clavaba. A ella se unía una sala de espera con
unos grabados espeluznantes de operaciones pasadas. Yo me ponía tensa como una
piedra, me tenían que sujetar entre cinco o seis personas, a pesar de ser una pequeñaja.
Me llamaba cobarde, mimada y no sé cuántas cosas más. Buff, cómo se molestaba
mi madre.
Luego esta cobarde, pues lo he seguido siendo ante las
inyecciones, se hizo valiente en otros aspectos, tanto es así que jamás me
planteé la epidural, en ninguno de mis partos. Me decían que la suplicaría. No
fue así. Después de Don Juan, todo era una nimiedad.
Desde pequeña no habían logrado ponerme una aguja por detrás,
aguantando cualquier dolor. Ayer y hoy lo he hecho; aunque sigo con dolor, y
necesitada de un masajito, he vencido al miedo. Nunca es tarde para convertirse
en una valiente. Pero sin pasarse.
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